jueves, 4 de diciembre de 2014

El otro pacto, por Saúl Kastro

El 31 de noviembre de 2014, el general Felipe Ángeles llegó a la estación Tacuba fatigado por los apretones y pisotones al interior del Metro, salió para tomar una cerveza en la fonda de doña Lupe y desde ahí envió a uno de sus soldados para solicitar audiencia con el general Zapata a nombre del general Villa. La reunión se concedió para efectuarse el 4 de diciembre en la zapatería la Rivera de Xochimilco.

A las 8 de la mañana del día en cita, Villa transbordó en la estación Tacuba, acompañado de una escolta de 150 hombres de caballería. Por un momento se creyó que era una barra futbolera, pronto personal del Metro observó cuál era el asunto. Varios inspectores trataron de detenerlos con el argumento de estar prohibida la entrada al Metro con animales. Villa sacó su pistola, seguido de 150 fusiles con excelente puntería, y preguntó.
–¿Ah, sí, quién dice, pelaos?
Los de seguridad pasaron saliva, se miraron unos a otros nerviosos, preguntándose quién lo decía; luego aseguraron que solo era un mal entendido. Un inspector enfatizó.
–Claro que pueden pasar sus lindos caballitos, mi general, faltaba más.
–Sin embargo, mi general –aclaró el jefe de estación–, la poposita de sus cuaquitos ensuciaría los vagones.
El general Roque bajó de su caballo y le dio una bofetada.
–¡Sépalo usted, señor de ciudad, que ésta poposita ofrece más de lo que ustedes hacen por la imagen de sus vías, les puede abonar para que crezcan flores y adornen sus tristes andenes ¿alguna duda?–No, señor, ninguna, es tan claro como una elección federal.
–Ah, ta güeno. –Contestó el general Roque.
–¿Y podrían pasar por el arco detector de armas, plis? –preguntó el jefe de estación.
–¿Y eso pa qué, tú? –Preguntó Villa.
–Mero protocolo de seguridad, señor, no se preocupe, todo está bien. –Contestó el jefe de la línea.

Una vez que todos pasaron en orden por el arco, llegó el convoy, los trabajadores del Metro desalojaron de manera amable a los usuarios de los tres últimos vagones. Luego los jinetes aún montados intentaron entrar al mismo tiempo, no para ganar asiento, solo por la mal acostumbrada falta de cortesía, se hizo la polvadera; pero ante el caos y las decenas de sombreros tirados Villa advirtió que no estaban en combate, ordenó entonces a sus hombres desmontar y entrar con la calma que los caracteriza al final de sus batallas triunfantes.

Al interior, entre empujones, un caballo manoseó a una yegua, ella le dio un pesuñazo con la mera herradura, ¡ah, bárbara! Hasta unicornios le hizo ver alrededor. Vendedores ambulantes subían y bajaban desconcertados, pues a esos hombres de guerra no les interesaba la mercancía china, y eso que era bonita y barata; su atención era más bien para armas, mezcal, mujeres y tierra para sembrar. Quizás de haber sabido que vendrían, sus gustos los hubieran conseguido con rapidez en Tepito pero ya era tarde, se les fueron los clientes. Un vendedor de discos genéricos subió en la estación Revolución con su bocina a la espalda y música de las grandes bandas del heave metal, a todo volumen, caballos y jinetes se taparon los oídos ante el insoportable escándalo. El general Roque hizo polvo la bocina de aquel impertinente con cinco balazos.
–¡Chale, chale! –Replicó el vendedor.
–¿Qué, no te pareció? –Le replicó el general, acto seguido 150 hombres apuntaron con sus rifles.
–¡No’más porque traes banda, puto, pero un tiro tú y yo solos, órale cabrón, afuera de la estación!
Villa veía con singular alegría el valor de aquel joven, se levantó, sacó su arma y disparó al techo del vagón. El vendedor ambulante corrió mentando madres en un silbido.
–Ah, chamaco tan bartolo, él dijo “un tiro”; ese pelao podría ser un buen soldado, lástima que sea muy hocicón. ¡General Roque!
–Ordene, mi general Villa.
–Marquen con un círculo el orificio que produjo mi bala, le ponen un letrero que diga “aquí disparó Villa” y luego llevan este carro a un museo… como que de pronto sentí nostalgia por mi propia historia.

Los soldados aplaudieron.

Llegaron a Tasqueña, bajaron en tropel, todos en caballo aplicaron el “pos me salto” en los torniquetes para pasar al Tren Ligero. De igual modo los guardias trataron de oponerse, pero Villa y su séquito hicieron “bu” y los guardias retrocedieron. Solicitaron un tren exclusivo para los revolucionarios que venían de visita. Ahora ya sabían cómo entrar. El viaje fue relajante con canciones como Adelita, la Cucaracha y de Chente.

En la estación Periférico el tren se detuvo cinco minutos, hasta que llegó otro en sentido contrario y salieron de él diez soldados zapatistas para seguir al lado de Villa y su gente, como un acto de dar la bienvenida de manera cortés; en realidad era un modo de asegurarse que no habría traiciones, porque en tiempos de guerra abundan en todos los niveles. Luego avanzaron hasta llegar a la estación Tepepan, ahí ya los esperaba en el andén, Zapata y un grupo de hombres armados, a caballo y a pie. Recibió al general Francisco, quien a su vez le dio un ramo de flores y Emiliano las recibió con una sonrisa, ambos estrecharon sus manos y continuaron juntos hasta el centro de Xochimilco.

Llegaron a la zapatería en cita y ya les tenían preparado el desayuno. Exquisitos manjares típicos de la zona chinampera. ¡Qué banquetazo se dieron los generales!… al tropezar con una coladera mal cerrada. Rieron de su mal paso, consideraron lo sano que es saber reír de su propios errores y luego mandaron a las dos tropas a darle pamba al que olvidó cerrar la pinche coladera estúpida.

Fue una mañana llena de esperanzas. Al final del desayuno el señor Mauro Quintero se puso de pie y habló: “he aquí frente a nosotros a dos hombres que no aspiran al poder enfermizo que solo busca la opulencia, llenar sus bolsillos para bien propio y vaciar el de la gente que confió en ellos. Dos hombres de auténtica lucha por altos ideales: emancipar la dignidad del trabajador y resarcir la igualdad social…”
–Señor Quintero –Interrumpió Zapata–. Mire, su discurso ya lo conocemos y comprendemos su pasión por palabrearlo, pero mejor guárdelo para otro momento, la verdad es que nadie le presta atención, todos atienden su feis, el guasap o como se diga, mejor véngase pa acá, a esta mesa, vamos a platicar y a echar un tlapehue.

Conversaron ampliamente, que si a Chuchita la bolsearon, que si las barbas de Carranza, que si los bigotes de Huerta, en fin, pura mera plática de alto voltaje. Una vez que terminaron la primera botella, como en ademán de secreto a oído de todos, Zapata invitó a Villa a echar el siguiente trago con el párroco de la Catedral de San Bernardino de Siena y continuar la plática de cómo podrían apoyarse entre las fuerzas principales, para dejar en santa paz a todos los habitantes. Villa aceptó y Zapata se puso de pie, los acompañó una comitiva de generales, coroneles y capitanes, de ambos jefes. Un muchacho llegó a prisa, movió del lugar un mueble con zapatillas, sacó de su chaleco un montón de llaves y removió una por una hasta dar con la que abrió la pequeña puerta de madera, color café. La oscura profundidad del túnel los invitaba a pasar. Antes de entrar Villa se detuvo a contemplar una zapatilla y se dirigió a su homólogo.
–Mire, mi general, pa un macho un zapato y pa una hembra, un zapata.
Todos estallaron en fuertes risas e hicieron eco a lo largo del túnel que cruza por debajo de la manzana y la Avenida Nuevo León, hasta llegar a los subterráneos de la Catedral.
–Ah qué mi Centauro del Norte, tan inche graciosito que me salió.
–Pos ai no’más pal gasto.

Avanzaron con antorchas en mano y guiados por el mismo muchacho. Aquel túnel fue construido a finales del siglo XIX por el señor Manuel Fuentes Coria, nativo de Santiago Tepalcatlalpan. Contemplado como vía de escape y lugar para conspirar en calma y a discreción, sin temor a paparazzis o a mal entendidos populares; pero sobre todo, lejos de los espías de aquella dictadura oligárquica que compra el poder con despensas y sus soldados encorbatados generan un pacto de impunidad; monstruo de diversos colores, que defiende sus privilegios a costa de sacrificar otras vidas, crea la violencia cotidiana y devora hijos, hermanos y padres.

“Vaya, viva la democracia”, dijo Villa en tono sarcástico al oír los motivos de dicha construcción. Zapata tapó su boca con cuatro dedos, se encogió en hombros, medio cerró los ojos y carraspeó su risa.

Llegaron hasta una puerta pequeña y el guía buscó por la pared un lazo discreto, el cual jaló dos veces e hizo sonar una campana a lo lejos. Esperaron un poco, luego alguien del otro lado de la puerta se acercó y silbó como jilguero en primavera, el guía contestó como tunera en verano. Hechas la seña y contraseña se oyó un mueble arrastrar del otro lado de la puerta. El párroco Refugio López, acompañado de su similar Rosendo Pérez, abrió la puerta y al momento extendió los brazos. 
–Caballeros, placer tan enorme de tener frente a mí a excelsas y distinguidas personas, síganme, por favor.
Subieron a la oficina del párroco, quien les ofreció un poco de vino. Apenas tomaron asiento el general Palafox comenzó a dar detalles del pacto que surgiría de aquel encuentro. Conversaron hasta entrados el mediodía acerca de las ventajas de apoyarse unos a otros, por el bien común como lo ordena la fe cristiana y requiere la situación nacional.
Sucedió entonces, en ese preciso momento, terrible desgracia, la cual sacudiría a la nación y razón sería del endurecimiento de los ataques revolucionarios en los próximos días. Villa advirtió que no depondría las armas, todo lo contrario, regresaría al norte para continuar al mando de la lucha. Se acercó con su puro en la boca, a la ventana para contemplar la nave del mercado Xochitl, se percató de un francotirador apostado en la azotea del lado poniente de la Catedral, del otro lado de la Avenida Nuevo León, sonrió, levantó la copa, dijo “salud” y dio un trago; en ese momento cayó fulminado por una bala que le atravesó el corazón. Zapata, los párrocos y los demás apresuraron sus armas, cargaron al caído y salieron por el mismo túnel a organizar un ataque frontal y despiadado contra La Orden, organización de sicarios que funge como el brazo armado de la dictadura, financiada por empresarios, políticos y traficantes, nacionales y extranjeros, para quitar del camino a quienes les estorben en sus intereses particulares.

Zapata sabía que él sería el próximo en estar bajo la mira del mismo francotirador que mató a su amigo, solo era cuestión de tiempo, pero antes de que eso sucediera juró que no descansaría hasta meterles toda la pólvora posible hasta por debajo de la lengua. De cualquier modo él también sabía que su misión estaba ya cumplida.

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