lunes, 19 de diciembre de 2016

Presentación de ¡A darle, que es mole de olla! por Juana Reyes

¡A darle, que es mole de olla!   Presentación
Muy buenas tardes.
¡Pues a darle, que es mole de olla! Porque para degustar los aromas y los sabores, tanto como los buenos relatos, me pinto sola. Aunque no podré pedirle a Ali un delicioso mole de olla estilo Milpa Alta porque aquí se sirven exquisitos chilaquiles, enchiladas y otras ricuras, pero…. ¿mole de olla? Es un platillo exótico, según un amigo cubano que nada más verlo se deshizo en elogios a las desconocidas formas de las verduras y sus nombres: chilacayote, xoconoxtle, nopales… y lo comió con ese gusto que los extranjeros muestran ante nuestra gastronomía.
Pero esta reunión no es para ponernos a disertar sobre gastronomía, aunque el sugerente título de este libro así nos lo haga percibir. Así que tampoco voy a  ahondar en torno a si la autora es autobiográfica, de acuerdo con las teorías de la narrativa de Luz Aurora Pimentel, Propp, Alfonso Reyes, Alan Poe, Garden y otros tantos formalistas rusos “en el estudio de las formas y el funcionamiento de la narrativa”, con el debido respeto, ¡al diablo con las teorías literarias! En este momento no quiero hablar de la velocidad a la que ella narra, a la secuencia elegida, a la cantidad de detalles con los que describe un objeto, a su composición o la perspectiva que elige para narrar… no no no. Quiero hablar de mi primera reacción al leer este libro. ¿No es eso lo valioso cuando nos decidimos por alguna obra literaria? Quiero dejar bien claro que es a mis sensaciones, a mis sentimientos como lectora a los que voy a hacer referencia.
Dice Arturo Texcahua, el editor de este singular cuentario, leyendario o cronicario, como ustedes quieran llamarle, que “aquí está la infancia en un entorno rural”. Y yo agrego: un entorno rural amado, añorado, evocado por la autora. Y por eso, al lado de ella, voy a reconocer esos lugares donde colocó a sus personajes, y a codearme con ellos.
Mientras esto escribo no puedo dejar de sentir –junto con Áurea, la autora-- la nostalgia por la casa de sus abuelos. Allí me quedo un rato re sintiendo todos esos recuerdos. Y para mirar el desfile de sus personajes. En ese escenario tan añorado por ella puedo degustar el agridulce sabor que deja la nostalgia de los años que se le quedaron incrustados en el alma y comprendo su aparente contradicción que leo textualmente: “No me gusta escribir sobre mi semilla, aunque de ella venga”. ¿Por qué?
Porque duele… duele saber que ese tiempo ya no volverá. Y me imagino a Áurea mientras escribe, añorando también ese sabor de lo que se ha ido… para siempre.
Continúo mi recorrido, me quedo un rato en Paloco, la casa de Felipe, el hombre que le vendió su alma al diablo. Pero no quise esperar a los buscadores de tesoros. Sabía que no regresarían.
Aún frustrada llego a tiempo para ver a la autora confundida y reflexiva ahondando las partes más íntimas de sus entrañas para describirlas en el papel. Me acomodo en una piedra colocada en la cocina de humo de su madre y… ¡A darle, que es mole de olla! Me zampo dos deliciosos tamales de carne de puerco con chile verde y sendas tazas de champurrado, pal comienzo; luego me receto un tlacoyo, una quesadilla y ya no me caben los chilaquiles con harto queso y crema, pero sí el café. Ese no lo desprecio aunque en ello me vaya la vida. Y cómo no iba a tragar tanto si los coyotes y el nahual me amenazaban a cada rato y el miedo me abría la boca de manera involuntaria.
Y así, con la panza que apenas me permite dar un paso alcanzo a ver a la Querida Elisa, buscando en su viejo ropero y separando sus cosas para encontrar, por enésima vez, las tres cajitas musicales que le evocan a su único amor. Y por enésima vez presencio el retorno a la vida de esta mujer, casi con dolor. La acompaño a enclaustrar su sufrimiento y entonces sin percatarme me crecen dos dolores más: el de la narradora, que se pregunta cómo hará ella para enclaustrar el dulce dolor de los recuerdos que lleva incrustados como cicatrices, y mi propio dolor, que ha sido removido con este relato.
Luego me emociono, como lo hacía en aquellas noches de santos reyes, cuando recibía no lo que yo quería, sino lo que habían tenido a bien traerme esos monarcas que acostumbran hacer distinciones y discriminaciones.
Y todavía con el enojo ante tanta crueldad con los indefensos niños, El cincuate me llena de terror. Suerte que no vivo en un jacal de tejamanil como el del relato --pienso-- y sobre todo, suerte que un cincuate ya no me olfateará apetitosa –por la edad-- y por mi edad menos podrá embarazarme. A Dios gracias.
Y por aquello de que los aparecidos no me pelan ni los dientes decido hacer mutis y mandar lejos a la muertita que anda buscando a quién encargarle el rescate de sus joyas y una misa para su descanso. ¡No señor, yo estoy bien viva!, no vaya a ser que…
Pero es…  y me encuentro luego con los Vestigios de una casa grande que tuvo un papel relevante en la Revolución y una mujer que recorre los desolados caminos de este pueblo fantasma. Una mujer que es especial por haber nacido en viernes santo y quiere aprisionar el desconsuelo entre los cabellos entretejidos, pero éste ¡ay! tan necio se escapa para recordarle un esplendor inexistente y un resentimiento profundo.
Y como en la tierra momoxca las leyendas son el alma de los habitantes me estremezco con la historia de amor de Acocoxochitl y Juan, el chupamirto y la flor blanca. Ah, si así pudiera ser el amor, de leyenda.
Y suspirando me voy a continuar mi recorrido con Áurea. Y es en ese momento que me encuentro con una mujer extraordinaria y no sé si porque en el fondo yo quisiera haber sido así o porque mi nombre evoca a esas valientes que acompañaron a sus hombres en la lucha revolucionaria. Sin pensarlo me transformo en la tlacualera, la mujer que había estado al mando del general Everardo González en el cerro del Chichinautzin, y hasta me imagino que soy yo la que había gozado de amores hasta quedar rendida. Fantasías de una, pues.
Me doy cuenta que las mujeres, los personajes principales de estos relatos, me persiguen. Mi encuentro con ésta otra es, simplemente, alucinante: miren que asesinar a su marido y dárselo a comer a los cerdos solo porque huele a rancio, a pasado, a una vida que le recordaba el vacío de su vientre. Eso dice, pero hay otras razones, lo sé. Descúbranlo leyendo el libro.
Aún con aroma a sangre fresca me voy a pasear con la autora Entre la clandestinidad y la quimera, así titula su crónica. La acompaño en su viaje en microbús, en tren ligero y en metro. Miro, observo a los metreros, esos temerarios adictos a las eyaculaciones precoces, aficionados al sexo oral y a las penetraciones efímeras, de vagón en vagón. Nunca se me hubiera ocurrido que introducirse al metro es como entrar en lo más recóndito de una misma. Tal vez así sea…tal vez.
Y vuelvo a enfrascarme en otra historia de amor que se ha suspendido por treinta años y revive un beso gélido cuando los personajes en su reencuentro, se dicen cuánto se admiraron mutuamente. Y recuerdo mi propia historia, sin beso gélido.
Gélida queda mi sangre al leer la historia de Luis y la terrible decisión a la que llega por venerar a la santa muerte.
Con El amor es un coctel no puedo menos que indignarme ante la respuesta de la pregunta ¿qué es el amor?: “esto, dice el aludido,  apretando la vagina de la preguntona esposa. ¡Puaff!, qué diferentes somos los géneros humanos, qué maneras tan distintas de sentir, de comunicar, de expresar el amor.
Y va de crónica nuevamente. De Xaltocan a Galerías, que me subo a ese transporte donde los seres humanos nos hermanamos: un microbús. Donde todos tenemos algo que decir, algo de qué dolernos, de qué quejarnos, pero que llegado el momento de terminar el viaje solo es suficiente un hasta luego, que tenga buen día.
Sin embargo, nada como las crónicas en las que las autoridades, del nivel que sean, se ven involucradas. Ah, mi viperina lengua… Por eso La blusa nueva, su otra crónica, me encanta. También yo formo parte, de manera involuntaria, de esta historia en la que con el pretexto de recibir un libro donde nuestra colaboración ha sido publicada, la autora se atreve a cuestionar, a criticar, el trabajo de un representante delegacional. Aquí está la actual historia de Milpa Alta, me digo, la que tenemos el deber de conocer todos los ciudadanos para… ¿para qué?
Y así llego al final del viaje narrativo de la mano de la autora y me presenta a El Oaxaca, un muchachito que narra la historia de sus necesidades, de su hambre, de su falta de techo, de su desamparo, sus humillaciones y marginación, a veces, en segunda persona, otras en tercera, y lo único que me queda por reconocer en este recorrido es que mi país es un mosaico de necesidades y sufrimientos.

Pero no se alarmen, es mi sentir. Si quieren saber cómo será el suyo, pasen a adquirir el libro, les garantizo que no será igual que el mío. Es la magia de la literatura. Ya ven, yo hice un recorrido con la autora y ahora que estoy de regreso puedo decirles: fue fascinante. Muchas gracias.

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