domingo, 31 de marzo de 2013

Zozohua, por Graciela Salazar Reyna


Zozohua
Por Graciela Salazar Reyna

A propósito de la Semana Mayor y hurgando en la “apocatástasis”, cuyo significado en latín nos remite a la recuperación de la condición original, encontramos a San Gregorio Niceno -con sus hermanos, uno de los tres capadocianos[1]-; quien, antes que obispo de Nisa, fungió como lector eclesiástico y profesor de elocuencia, en el siglo IV de nuestra era. Asegura que “si Dios está en todo no habrá lugar para el mal”. Explica, mediante analogía del fuego infernal que purifica, cómo sucede con el oro; separándose de la impureza. El castigo no constituye un fin, sino un proceso de mejoramiento, señala; llegará el tiempo en que las criaturas libres, particularmente los demonios y almas de malvados, compartirán la salvación.

Si bien tal doctrina no es propia del santo Gregorio, él deja claro que la eternidad es un periodo muy largo, pero finito; la apocatástasis es tomada de Orígenes y éste aludido a la vez por Tixeront, quien afirma que si las Escrituras hablan de castigo a los réprobos, como si fuera eterno, tiene el fin de atemorizar a los pecadores “para que vuelvan a la buena senda”; advierte que Dios castiga con el fuego sólo por corregir y “curar al pecador impenitente” el cual volverá, en algún momento, a amistarse con Dios: “Dios será todo en todos –señala- solo habrá en el universo paz y unidad” [2]. ¿Dónde me apunto…?

Resulta muy atractiva propuesta de tal envergadura, sembraría en principio una democracia con los valores más íntimos, pasando por la filosofía de la fe a la política; ¿una adquisición por de más avanzada, para los seres humanos?, ¿quizá peligrosa para las instituciones más ortodoxas?, ¿y los mexicanos?

Son muchos los detractores –San Agustín entre otros- de la apocatástasis condenada, oficialmente, en el Concilio de Constantinopla en 543. Revivida, luego, por escritores eclesiásticos y los reformadores de la iglesia romana, del siglo XVI; pensando, de

seguro románticamente, en la salvación universal. Los justos que a nadie dañan y no requieren redimirse, por motivo alguno; es más, no solo se castigan a sí mismos sin merecerlo sino que mueren de amor, por amor al ideal que habita sus adentros. Como vemos en estos versos de San Juan de la Cruz:

“En mí yo no vivo ya, /y sin Dios vivir no puedo; /pues sin él y sin mí quedo, /este vivir ¿qué será? /Mil muertes se me hará, /pues mi misma vida espero, /muriendo porque no muero. //Esta vida que yo vivo /es privación del vivir; /y así, es continuo morir /hasta que viva contigo; / oye mi Dios, lo que digo, /que esta vida no la quiero; /que muero porque no muero”. (Coplas del alma que pena por ver a Dios).






[2] Histoire des dogmes, (París, 1905. I, 304, 305) en ecwiki, enciclopedia católica online. 31/03/2013, 15:06 Hrs.

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